Osvaldo Romberg

Taxonomía del color. 1975 - 1980

Osvaldo Romberg. Estudios de color: del análisis a la metáfora

En 1936, Alfred Barr llega con Blanco sobre blanco de Kazimir Malévich a Nueva York. El traslado del pequeño cuadro de la Rusia revolucionaria a Alemania y de allí a los Estados Unidos configuró un hito en el arte de vanguardia. Susan Buck-Morss, en su libro Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass Utopia in East and West, sostuvo que en ese viaje Blanco sobre blanco perdió su poder místico y se convirtió en un prototipo del arte ‘puro’ y ‘verdadero’ que inspiró a muchos artistas americanos. Pero esto, que es una proposición discutible en relación con el arte americano, es sin duda erróneo en relación con el arte latinoamericano. Desde el concretismo, que descubrió a Malévich en la revista francesa Art de aujourd’hui, un hilo malevichiano recorre el arte latinoamericano que llega a Hélio Oiticica, Mirtha Dermisache y Horacio Zabala, por nombrar sólo algunos. En esta lista ocupa un lugar de privilegio Osvaldo Romberg que, desde principios de los setenta, viene trabajando con la intensidad de los colores y su significación. Si el linaje blanco se aplica a un artista como Osvaldo Romberg, caracterizado por su nomadismo y su transnacionalidad, es porque la constelación Malévich pertenece a un arte latinoamericano de temperamento universal y prácticas cosmopolitas. El blanco sobre blanco es la tensión entre los lenguajes universales y la fuerza de la hylé (la materia), es un nuevo sublime que une los procedimientos del arte con la indecidibilidad del goce.

¿Pero cuál es el Malévich de Romberg? O, para decirlo de otra manera, ¿cómo procesa este artista el blanco de un nuevo sublime según se leyó en América Latina? El nuevo sublime en Romberg es pedagógico y se organiza según lo que el propio artista denominó “espacio didáctico”. El resultado de esta fórmula, contra lo esperado, no es el de una relación transparente con el público ni una integración apaciguada a un pasado prestigioso. Lo que se produce más bien es la transgresión mediante la performance, la invención y la energía sensorial. Romberg no deja de medir a la vez que practica la desmesura, no deja de enseñar mientras nos arroja al misterio del mito, no deja de proponer grillas y estructuras cognoscitivas para, finalmente, pedir que pongamos el cuerpo y que exploremos una sensibilidad más allá de la razón. Los referentes son variados: desde las sillas de Joseph Kosuth (sustituidas por colores) hasta Goethe y su teoría de los colores. No sólo porque el escritor alemán llevó adelante un estudio del color a partir de la percepción y de la inclusión de la psicología y la sensibilidad sino, justamente, por su noción del blanco no como ausencia de color sino como destello opaco de lo transparente puro. Antes que una carencia, el blanco es expresión, intensidad, exceso. El poder de lo neutro.

En Romberg, el blanco no tiene un valor descriptivo, ni siquiera compositivo sino que configura un lenguaje (de ahí la referencia a Kosuth que es más fuerte aún en sus Color Studies). Un lenguaje opaco en ese espacio didáctico que funciona como un alfabeto infinito y lleno de matices. Romberg recurre a la gestalt y a la grilla (las herramientas propias del alto modernismo), pero las tuerce o contamina: hace geometría sucia, inventa una pesadilla de Malévich en la que no quedan claras las agrupaciones ni las rectas y diagonales, crea una figura detrás de la grilla ocultada por líneas blancas, cuadrados negros y apariciones dispares de los colores primarios rojos, azules y amarillos. Siendo racional en el punto de partida (la medición y la grilla son sus herramientas primeras), es explosivamente sensible cuando interviene con las energías de los cuerpos, los colores y las formas. Heredero de los enfoques estructuralistas y apasionado por las taxonomías, llevó estas armazones del conocimiento a lidiar con un cuerpo que responde a sus requerimientos pero a la vez los excede como en las esculturas hechas con varillas y apuntes de negro, blanco y amarillo. En ese exceso se inscriben sus trazos, sus grabados, sus lecciones, sus paisajes, sus colores.

Nómade y constructor, artista que ha dejado huellas en el cuerpo, en los paisajes, en los colores, Osvaldo Romberg (n.1938) realizó sus obras de la primera mitad de los años setenta cuando fue convocado a renovar el programa de la Escuela de Arte de la Universidad de Tucumán. Ahí llegó con las enseñanzas del arquitecto Gastón Breyer y recibió la influencia del también arquitecto Eduardo Sacriste (autor de Huellas de edificios), y si bien Romberg comenzó como arquitecto, siempre actuó desde los bordes: el gesto arquitectónico no lo abandonó, pero desde la práctica artística Romberg transgredió uno de los mitos occidentales que domina el pensamiento occidental, el racionalismo, que se aplicó intocado a la arquitectura, a la que en el siglo XX se denominó “racionalista”. Romberg socava esta dimensión a partir de la performance corporal y de la heurística (la invención) porque ¿qué es el paisaje sin el cuerpo que lo experimenta? ¿Qué es un cuadro sino los colores que lo componen y que oscilan entre elecciones locales, históricas y afectivas? Y lo sensorial, ¿a qué esfera pertenece? ¿Qué es lo que excede lo racional y que sería insuficiente y pobre denominar irracional? Los colores, los paisajes, los cuerpos tienen su parte racional (tienen medidas que admiten enfoques tipológicos) pero también poseen cualidades emocionales, sensoriales, míticas. O para decirlos con una fórmula de Dominique Nahas, tienen “energía somática”. Como en la escultura Malevich 3D, la medida es el cuerpo humano pero este sabe mantenerse en pie, puede enfrentarnos y entregar un mensaje que no nos cansaremos de querer descifrar.

 

Gonzalo Aguilar

Investigador y docente en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de San Martín